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jueves, 24 de marzo de 2011

CASO BOMBAS: La nueva vieja forma de reprimir.


Lo que resulta novedoso jurídicamente en el montaje “caso bombas” es solamente la particular amalgama de formas que el poder utiliza para combatir a su enemigo, y el uso de las nuevas tecnologías al servicio de esta represión. En lo demás, podemos decir que casi nada ha cambiado desde los procesos que hace 100 años eran montados en contra de los libertarios y subversivos con un claro objetivo político de amedrentamiento y desmoralización contra un movimiento que por sobre todo se quiere evitar que se siga extendiendo.

Un guión diseñado desde arriba

En realidad, lo que Hinzpeter trata de hacer a través de Peña ya había sido anunciado en una editorial de El Mercurio en noviembre de 2009, donde al referirse a la “ola de bombazos” que venían ocurriendo desde el 2005, en los cuales el hecho de que no estuvieran dirigidos contra personas “parecería deberse hasta ahora solo a la voluntad de los hechores de no causarlas”, se critica la “falta de decisión desplegada por las autoridades para frenarlos”. A tono con la visión “económica” de la represión, propia de su clase, los editorialistas concluyen que “tanto para los autores de estos delitos como para la ciudadanía en general, detonar bombas en Chile es relativamente poco costoso y casi impune”. Pero El Mercurio fue más allá del tirón de orejas: propuso parte de la “teoría del caso” que luego iba a defender Peña, al insistir en que se trataba de “terrorismo” (con base en la difusa definición que da la ley de conductas terroristas), y terminaba proclamando que “el fenómeno terrorista debe ser combatido con la máxima energía en su germen mismo”, pues “no hacerlo es invitar a que él acreciente su intensidad y entonces ya será demasiado tarde”.
El problema es que tras varios años y fiscales a cargo de investigar, las policías y servicios de inteligencia del Estado no encontraron nada contundente como para poder imputar a personas determinadas la comisión de atentados explosivos (con dos excepciones: las delirantes confesiones de El Grillo, y la muerte de Mauricio Morales, que los condujo a sospechar de su entorno). Así, el poder represivo decidió sacar un as bajo la manga y perseguir en base a la figura de la “asociación ilícita terrorista”, una figura que incluso en su forma base (la asociación ilícita común, del art. 292 del Código Penal) es bastante vaga y criticable, y que unida a la falta de definición de los delitos terroristas (“defecto” que se mantiene tras las modificaciones a la ley antiterrorista efectuadas en octubre del año pasado) se constituye en un poderoso vehículo para la represión en base a “indicios” y “pruebas indirectas”, y que incluso antes de la ley antiterrorista en Chile y otras partes del mundo “sirvió de instrumento represivo contra las más variadas formas de disidencia política” (1).
Por esto es que de los 14 compas imputados en el “caso bombas”, sólo 4 están formalizados por colocación, y los otros 10 serían sólo integrantes de esta absurda “asociación ilícita” informal, con “liderazgo democrático” (¿!: resulta absurdo en relación a antiautoritarios, pero Peña debe encuadrar su caso en la ley, que al castigar las asociaciones ilícitas distingue entre “jefes” y el resto), y a la cual en principio podría ser arrimada cualquier otra persona que ejerza algún grado de participación o colaboración, sin necesidad de tener algo que ver con algún bombazo.

¿Asociación ilícita? ¿Terrorismo?

Para hacerse una idea del lenguaje represivo del poder, transcribimos directamente la versión de Peña, de acuerdo a la formalización de los compas en agosto: “Que desde el mes de julio del año 2005 hasta la fecha, los imputados, forman parte integrante de una estructura criminal cumpliendo diferentes roles en una asociación ilícita terrorista de carácter informal, con permanencia en el tiempo, cuya finalidad es producir en la población o en una parte de ella el temor justificado de ser víctima de crímenes y delitos que han sido, planificados, ejecutados, adjudicados y difundidos por la organización criminal, y que consisten en la colocación de artefactos explosivos e incendiarios en diferentes puntos de la Región Metropolitana que han afectado la vida, integridad física y psíquica de las personas o han causado daños a la propiedad pública y privada. Para cumplir esa finalidad, se agruparon en torno a diversos inmuebles de fachada que conforman sus centros de poder, a fin de organizarse y materializar el plan criminal que consiste en provocar la guerra social, mediante, lo que denominan la agudización de los conflictos y la acción directa y violenta contra el Estado, el capital, Iglesia, la burguesía y toda forma de autoridad, bajo el orden social imperante”.
Lo que resulta claro tanto para el sentido común como para una aplicación decente del derecho, es que estamos acá muy lejos de los requisitos estructurales del delito que se les imputa (jerarquización, división de funciones, etc.), y que Peña parece querer aplicar a los compas el estilo de represión que les ha resultado con los grupos de narcos en la zona sur de Santiago. Por otra parte, hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha criticado por excesivamente vaga la definición de terrorismo en la ley chilena, a la vez que ha señalado que “dicha violencia atenta principalmente contra la vida humana” (Informe Nº 176/10), mientras lo que tenemos acá son meramente atentados contra la propiedad, que en cuanto delitos comunes serían “daños” o infracciones a la ley de control de armas.

La casi imposibilidad de salir de la prisión preventiva

De los 10 compas que en agosto quedaron en prisión preventiva, en los últimos meses 4 han logrado salir en libertad por 8 o 9 días, que es lo que se demoran los persecutores en apelar y lograr que en la Corte de Apelaciones se decida reenviarlos a prisión preventiva. Esto demuestra que una revisión más precisa de los antecedentes de la investigación (que el Ministerio Público suele usar de manera efectista y fragmentaria, cuando no falseando abiertamente sus propios antecedentes) permite detectar grietas tan grandes que distintos jueces de garantía han optado por no mantener la prisión preventiva por más tiempo. Pero acá nos enfrentamos a uno de los límites casi infranqueables que la Constitución señala a los delitos terroristas: se requiere unanimidad de los votos de los ministros que integran la sala respectiva de la Corte para poder mantenerlos excarcelados. En todo caso, Peña miente descaradamente cuando interpreta esas decisiones como un apoyo total a su tesis, pues lo que ha sido determinante en estas sentencias es la “naturaleza y gravedad de los delitos imputados”, que hacen que se considere la libertad de nuestros compas como un “peligro para la seguridad de la sociedad”.

Lo que se viene

Al cumplirse los 6 meses originalmente decretados como plazo de investigación, la fiscalía que dirige Peña ha solicitado dos cosas: ampliación de dicho plazo, y reformalización de los compas. Esto último significa que, mediante el uso de una institución que no existe en la ley pero que ha sido inventada en la práctica por el poder represivo, se agregarán nuevas imputaciones en relación a algunos compas. Hasta ahora sabemos que tanto a Pablo Morales como Rodolfo Retamales, sindicados como “jefes” de la organización, se les acusará de haber colocado artefactos explosivos, y se habla de 3 nuevos bombazos que tal vez serán atribuidos adicionalmente a algunos de los que ya estaban perseguidos como “colocadores de bombas”. Para discutir ambos puntos, el tribunal fijó una audiencia que se realizará el 16 de marzo, y a la que nuestros compañeros llegarán con casi un mes de huelga de hambre exigiendo entre otras cosas que el juicio oral se realice ya y no siga sufriendo demoras que constituyen claras maniobras tendientes únicamente a alargar el plazo de prisión preventiva e inventarse más pruebas.
En cuanto a las pruebas, a medida que se ha ido levantando el secreto que protegía a ciertos antecedentes, queda claro que además de los delirios policiales (informes de la BIPE y DIPOLCAR en base a sus seguimientos, incautaciones, etc.) el “caso bombas” se basa exclusivamente en las declaraciones de testigos protegidos, soplones y sapos de distinto pelaje (el ex vecino de la Casa Sacco y Vanzetti, presos en busca de beneficios carcelarios, etc.). Todos ellos serán usados a la manera que permite la ley antiterrorista: como testigos sin rostro, que por sí solos vulneran toda la pretensión burguesa del Derecho Penal como un derecho liberal, democrático y basado en el “debido proceso”, y que el Derecho internacional prohíbe. Pero estos testigos constituyen la única forma en que el poder represivo puede tratar de defender su absurda tesis de la “asociación ilícita terrorista” mediante la cual se pretende asestar un golpe directo a nuestros compas pero golpear además por su intermedio a todo el movimiento social anticapitalista y antiautoritario.

Citas:
1. Gonzalo Quintero, La criminalidad organizada y la función del delito de asociación ilícita, Universidad de Huelva, 1999

Publicado en: El Surco, Nº 24, Santiago, Chile, marzo 2011.
Autor: Julio Cortés

Del “fetichismo obrero” y el “clasismo libertario”. Aterrizando dos puntos.


Hace ya un buen tiempo atrás, en mayo de 2010, redactamos un artículo para polemizar con los editores de la revista plataformista Hombre y Sociedad. “Contra el fetichismo obrero” se llamaba el texto. Pasaron largos meses hasta que nos llegó un escrito como repuesta. Cuando lo leímos, nos cogió un cierto dejo de decepción. Esperábamos más, sin duda, que una simple declaración autocomplaciente. De hecho, no prestamos mayor atención a ese texto, porque honestamente no nos pareció una “respuesta”, sino una repetición de lugares comunes, un escrito, desde la cabeza al rabo, exento de cualquier signo mínimo de autocrítica. Ni siquiera se pronunciaron frente a la cita aparecida en su revista y que nosotros rescatamos para debatir. Además, comparaciones –explícitas o no- entre nosotros y Stalin, contenidas en su texto, nos señalaron que era imposible hablar con un cierto grado de seriedad y honestidad. Hablaron de cualquier cosa, salvo de lo que nosotros buscábamos debatir. Les repito la mentada cita, por si no la vieron: “Así la resistencia a la plataforma aparece como la resistencia a dar el salto de un anarquismo abstracto, marginal, a ser parte activa en la lucha de clases, a hacerse parte de las dificultades reales que experimentan los movimientos sociales, por temores virginales a lidiar con la política real, se trata del temor natural que produce esta idea de que el anarquismo es sólo una posibilidad que hay que hacer parir, además del miedo al dolor y al trabajo que éste implica necesariamente” (HyS, nº24). No escribiré para debatir el texto enviado por los compañeros de HyS, porque no responde a lo que hemos preguntado y porque sus argumentos han sido bastante bien tratados, a mi juicio, por una colaboración recibida del compañero Rossineri desde Buenos Aires y que se publica ahora en El Surco.

Por nuestra parte tal vez cometimos el error de comenzar un debate sin exponer cual eran explícitamente nuestras posturas. O algo por el estilo. Nuestra editorial del número anterior también nos afirmó en esa idea en tanto dos compañeros, de por aquellos lados, nos consultaron, por separado, a qué nos referíamos nosotros con el término clasismo. Veamos si podemos dar una respuesta sustancialmente concreta y breve. De paso me gustaría indicar que nuestra postura no sólo parece chocar con los puntos de vista plataformistas, sino también con el de la mayoría del movimiento “revolucionario” en tanto medio mundo sigue creyendo que, cual expresión mesiánica, la “clase trabajadora” ha sido marcada por los dioses para transformar este mundo de injusticias en otro “mejor”. Como si la explotación solo existiera en materia económica o aquella determinara por sí misma todas las demás.

Tratando de entablar un piso mínimo sobre el cual hacer posible la comunicación de los opuestos del caso, quisiera advertir algunas cosas para evitar más monólogos, de su parte y de la nuestra. Creo que la lucha de clases existe tanto como la verdad científica o dios. Es decir, existe mientras alguien la considere útil para comprender el mundo. En nuestro caso, yo creo que entender a la sociedad dividida en clases sociales y luego sostener que dichas clases se oponen, es perfectamente posible y útil para captar varias situaciones de opresión de hombres sobre hombres. Pero creo que esa forma de ver las cosas es incompleta y a ella escapa una serie no menor de posibilidades de jerarquías que están exentas de relación directa con los modos de producción. Elementos que de no ser considerados nos imposibilitarían realizar análisis menos simplistas de cómo funcionan las diversas sociedades. Y esto es extensible a cualquier clave de interpretación. Todas son útiles para usar en ciertos casos, pero no para todos. Es imposible leer, por ejemplo, en clave científica el mundo de los sueños o de las creencias, o de la fé. Son lenguajes distintos y mientras no se entienda aquello, todo debate entre esos opuestos está condenado a una perpetua guerra de manifiestos y discursos hechos, es decir, más monólogos.

Ante muchas cosas me considero simplemente ignorante, aunque siempre trato de hallar respuestas parciales. Sin embargo y respecto al tema que nos convoca, varias realidades indican que no estoy errado al señalar que tratar de entender toda la historia del mundo como la historia de la lucha de clases es un despropósito de magnitudes garrafales. ¿Medio siglo de historiografía crítica debieran significar alguna cosa no?. No obstante insisto, dicha forma de comprender las cosas efectivamente nos entrega varias respuestas que otros prismas de interpretación no son capaces de ver, pero nada mas que eso.

Atendiendo a la pregunta de los dos compañeros y luchando contra el limitado espacio del que dispongo, esbozo una respuesta parcial. Llamo clasismo (revolucionario) a una postura de lucha que, entendiendo que la sociedad está dividida en clases antagónicas, pretende que la clase que identifica como “explotada”, acabe mediante “la revolución” con la sociedad de clases. Por supuesto el “clasista revolucionario” se identificará con la clase explotada, y aunque no sea más que un individuo de “clase media” que empatiza con los que son mayormente oprimidos en términos económicos, se hermanará con una serie de posturas y creencias que, supuestamente, corresponden al “pueblo”. Y digo esto último, porque el clasista revolucionario, según entiendo, cree que la sociedad de clases sólo puede ser destruida en un proceso dentro del cual “la clase” oprimida sea protagonista. ¿Por qué es la clase trabajadora la señalada para conducir los cambios? Porque es la que más sufre con el orden económico imperante y porque sin ella, el capitalismo no podría existir. Muy bien. Hasta este punto la mayor diferencia que podemos tener con quienes se plantean clasistas revolucionarios (libertarios o marxistas) es en el énfasis y la importancia que se le puede otorgar al supuesto rol conductor que le correspondería a la clase trabajadora en la lucha revolucionaria, por el sólo hecho de existir.

Pero sinceramente creo que la discusión es otra. Es decir, me da igual si se llega a comprobar científicamente (que por cierto es otro filtro útil y limitado de cognición) que la lucha de clases es efectivamente el motor de la historia y que todos los complejos fenómenos de la vida se supeditan a ella. El problema no es la existencia misma de las clases sociales que supuestamente todos buscamos destruir. El inconveniente es buscar una sociedad “sin clases” apoyándose en “una clase” como medio. Entendiendo no-sotros que el factor económico es uno más de los que pueden condicionar la estructura injusta y oprobiosa de este mundo, ¿por qué hemos de buscar la transformación individual y social solo limitándonos a ella?. Entre una y otra persona pertenecientes ambas a una “misma clase”, pueden existir innumerables relaciones de poder (generación, género, saberes, costumbres, culturas, etc.) que pueden conllevar desigualdad y opresión del uno sobre el otro, elementos que no tienen por qué obedecer a la estructura económica o a los supuestos “valores burgueses”. Indico esto último porque es común escuchar que todos los comportamientos humanos considerados por los revolucionarios como “despreciables”, todos los vicios, se deben a la “burguesía”, como si la clase trabajadora fuera santa por naturaleza. El marxismo, ante el agotamiento de argumentos concretos, ha sabido usar hasta el absurdo la calificación de “pequeño-burgués” a todos quienes no se reverencian a él. Lamentablemente no han faltado buenos compañeros anarquistas que le han hecho el juego repitiendo lo mismo una y otra vez.

Nuestra propuesta es otra. Hay que acabar con las clases sociales hoy. Y esto creo yo, no se logra perpetuándolas en nuestro vocabulario, en nuestras organizaciones o en nuestras prácticas. Aquel que viva esperando un mañana para comportarse como anarquista, se morirá “acumulando fuerzas”, esperando mejores tiempos para algo que puede tratar de imaginar y llevar a la práctica hoy. No queremos un mundo dividido en clases. Ni para mañana, y sobretodo, ni para hoy.
Aquí no se trata de olvidar el importante papel que cumple la economía en la estructura general de dominación, tampoco de “despreciar” al pueblo, pues en mi íntimo caso, aquello sería repudiar a mi viejo y a mi vieja, que por supuesto no son ni médicos, ni ingenieros, ni profesores, o cualquier oficio mesocrático, como varios de los padres de nuestros más furibundos clasistas. Aquí se trata de complejizar las cosas, tratar de hacer más efectiva la lucha y acabar de una vez por todas con las malditas caricaturas.

Publicado por: El Surco, nº 24, marzo 2011; Santiago, Chile.

Autor: Manuel de la Tierra