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miércoles, 4 de agosto de 2010

¿Qué ha pasado con la fe en la revolución?


Nos guste o no, la Fe en la Revolución ha reculado enormemente en el mundo en relación a lo que ella fue en el pasado siglo. Particularmente entre las masas laboriosas que más sufren de la brutal explotación capitalista. Hasta el punto que los que continúan proclamándose hoy Revolucionarios lo hacen con un convencimiento tal que es difícil saber si lo hacen por fidelidad a un pasado nostálgico o por aparentar un determinado radicalismo. Y se puede decir aparentar porque, en ningún caso, sus conductas son la prueba de una praxis, de una acción real de demolición del orden capitalista imperante; pues, en el mejor de los casos, cuando tales proclamaciones no son demagógicas, de pura fachada, ellas expresan sólo los deseos de transmutar en realidades la retórica revolucionaria. Aunque en general se hacen para dejar constancia de que no se ha renunciado al ideal manumisor, de que no se ha sucumbido al encantamiento reformista.
La pérdida de la Fe en la Revolución es pues incontestable, y más que al espejismo del bienestar material alcanzado a través de las luchas reformistas o de la integración mayoritaria del proletariado a la ideología del consumismo capitalista, esa desafección parece provenir más bien del desencuentro de esa Fe con la realidad de la Revolución. O, por lo menos, de la realidad de la Revolución tal como, hasta hace poco, ésta había sido pensada e intentado realizar. Pues, querámoslo o no, tanto marxistas como anarquistas habíamos pensado y creído que la Revolución era, debía ser, una forma social igualitaria impuesta irremediablemente por la fuerza. De ahí la diferencia entre Revolución y Reformismo, entre los que se proclamaban “revolucionarios” y aquellos a los que se consideraba “reformistas” por querer avanzar más lentamente, ¡el viejo dilema entre el ahora y el mañana!, con el trasfondo de la necesaria violencia revolucionaria para vencer a la violencia del Capital y el Estado. La Fe en que la Revolución sólo sería posible con la victoria del Proletariado sobre el Capitalismo en esa guerra social, política y a veces militar, que la inconciliable disparidad de intereses mantiene abierta entre estas dos clases.
Es en tal disyuntiva histórica que marxistas y anarquistas coincidíamos en la misma Fe en y por la Revolución, sin darnos cuenta de que, en la denuncia del Reformismo, del posibilismo político y social, unos y otros nos contradecíamos: los marxistas por participar en el parlamentarismo y los anarquistas en el sindicalismo. Claro que tanto unos como otros creíamos resuelta tal contradicción con simplemente proclamarse revolucionarios. O con intentar, en determinadas situaciones, hechos insurrecciónales, y, cuando estos hechos les fueron favorables, con proclamar la Revolución: en Rusia en 1917 y en España en 1936.

Las causas

Pero hoy sabemos lo que nos deparó la historia después. Cómo y en qué han acabado las Revoluciones triunfantes, las que se impusieron por la fuerza y se erigieron luego en sistemas dictatoriales, cuando no descaradamente totalitarias. Y esto es así porque esas praxis, esas acciones que se pretendieron o que, en algunos pocos casos, se siguen pretendiendo ser una Revolución, no sólo no cambiaron la relación de sometimiento y explotación, en el seno de esas sociedades, sino que, además, se demostraron incapaces de autocrítica y, en consecuencia, incapaces de poder evitar el volverse ancien régime. Un siglo de Revoluciones triunfantes, habiendo pretendido todas, sin ninguna excepción, haber instaurado el socialismo, cuando no el comunismo, y acabado restaurando el capitalismo en beneficio de la burocracia transformada en nueva oligarquía. Y muchas de ellas, por no decir todas, tras haber impuesto el terror como forma de gobernar y controlar la población, una población convertida en asalariada del capitalismo de Estado.
Ante tal fracaso del ideal revolucionario confrontado con su praxis histórica, ¿cómo seguir teniendo Fe en la Revolución? Claro que se puede argüir, como explicación, el hecho que todas esas experiencias partían ya contaminadas con el virus del autoritarismo y el exclusivismo ideológico, de que todas ellas fueron comenzadas o acabaron protagonizadas por un Partido único, cuando no por un Caudillo. Y que, en tales condiciones, era inevitable que se acabara confiscando y sometiendo el impulso revolucionario de las masas a las ansias de poder del Caudillo o de la élite que pretendía y pretende encarnar la Revolución. Claro que es legítimo argüir esto, pues es evidente que esta orientación autoritaria, jerárquica, fue determinante para que todas esas experiencias revolucionarias no pudieran pasar del capitalismo de Estado al verdadero socialismo o comunismo con libertad. Como es igualmente evidente que, al considerar como única propiedad sagrada la del Estado, es el derecho de propiedad que se hace de nuevo central y la propiedad estatal se convierte en el paradigma de todos los derechos fundamentales. Y que en tales condiciones sea la clase que detenta el poder y gestiona el Estado la única en aprovecharse del valor que el trabajo del pueblo produce.
¿Cómo pensar pues que esta clase pueda tener interés alguno en renunciar a los privilegios adquiridos? Al contrario, ella hará todo lo que esté en su poder para evitar que el pueblo pueda conseguir la socialización de los medios de producción; pues es evidente que preferirá, como así ha sido, la reconstitución del orden burgués históricamente hegemónico. Y aquí está el principal fallo de la profecía marxista.
Ahora bien, que esto haya sido así porque el “modelo” revolucionario seguido fue el marxista, es sin duda cierto; pero eso no quiere decir que si se hubiera seguido el “modelo” anarquista, tanto en la etapa insurreccional como en la post insurreccional, los resultados habrían sido fundamentalmente diferentes. No sólo porque no es legítimo suponerlo y aún menos afirmarlo, sin experiencias históricas probatorias, sino porque, impuesta la Revolución anarquista también por la fuerza, se habrían creado inevitablemente las condiciones de la jerarquización de la lucha y de la gestión del triunfo revolucionario, como ya comenzó a verse en la incipiente y malograda “Revolución Española”.

Necesidad de reconsiderar

El problema es pues la Revolución concebida como un parto con fórceps, como el resultado de una lucha armada y un triunfo militar. La conquista de los Palacios de Invierno o la derrota del capitalismo por una huelga general revolucionaria, con el pueblo armado desarmando a la policía y al ejército.
Esos proyectos elaborados para construir el devenir de la historia, sueños de otro tiempo, que se han ido a dormir en los cajones de los que escriben la Historia, y de los que nadie o casi nadie se atreve hoy a mencionarlos siquiera. Y ello a pesar de que el capitalismo vuelve, cómo antes, a mostrar cínicamente sus entrañas, a presentarse como lo que realmente es: un sistema de explotación y dominación injusto, brutalmente injusto y absurdo, además de destructor del planeta. ¿Cómo pues no tomar en consideración esta inédita situación?
Por primera vez, en la historia de las luchas contra la explotación y la dominación, la alternativa no ha sido tan brutalmente evidente, tan clara y urgente: o salimos del capitalismo o seguiremos en la barbarie y avanzando hacia el abismo pues, con este sistema, además de la continuidad de la explotación y dominación capitalistas hay ahora el peligro de nuestra propia desaparición como especie. Y, sin embargo, es este modelo productivista y consumista el que siguen aplicando, en complicidad con las transnacionales capitalistas, hasta los que pretenden gobernar hoy en nombre del “socialismo”.
De ahí pues la necesidad y la urgencia de reaccionar antes que sea demasiado tarde para impedir que se realice tan terrible perspectiva, y, para ello, es necesario y urgente reconsiderar la idea misma de Revolución. No sólo para evitar nuevos fracasos sino también para hacer posible la multiplicidad de las resistencias y la creación de espacios comunes de libertad y creatividad. Algo que ya está a la obra, pues en estos espacios de resistencia y creatividad se encuentran ya anarquistas y marxistas denunciando los fracasos de esas Revoluciones que no quisieron o no supieron socializar los medios de producción y la fuerza de trabajo, que se quedaron en la sacralización del Estado y con ello contribuyeron a consolidar la ilusión, generadora de impotencia, de una supuesta efectividad global del poder capitalista.
Marxistas y anarquistas cuestionando la idea de la excepcionalidad del Estado como trascendencia de la sociedad, tanto en la base del poder actual del capital como en la del futuro poder revolucionario. No sólo por su inoperatividad probada sino también porque es una fórmula segura de generar sometimiento, derrotismo y pasividad. Y porque, además, el Estado y lo público son también formas de expropiación de la libertad y lo común; pues, sea privada o pública, la propiedad es y será enemiga de la libertad y lo común.

Transformar la obediencia en desobediencia

Ha costado comprenderlo y admitirlo; pero es obvio que, en tales condiciones, es mejor no tener Fe que tenerla. Y tanto más si ella es ciega e incondicional; sobre todo, tratándose de la Revolución. Esa Fe, obligatoriamente religiosa, que nos empuja a considerar como enemigos, y a oprimirles y hasta matarles, a todos aquellos que no piensan como nosotros. Esa Fe que se expresa en frases aparentemente inocuas y bellas, como “la magnificencia y sublimidad del compromiso revolucionario”; pero que pueden acabar traduciéndose en actos terribles. Y de ello hemos tenido demasiados ejemplos a lo largo de este siglo de Revoluciones triunfantes, y todas, absolutamente todas, finalmente desvirtuadas, fracasadas. Además, la revolución no debe ser un acto de Fe, ni siquiera para construir un paraíso terrenal. Y mucho menos si este paraíso debe surgir de un cataclismo.
Howard Zinn nos advertía: “¡Cuidado con tales momentos!” Y lo traigo a colación porque yo también considero que el cambio revolucionario, que la revolución debemos comenzarla ahora mismo, empezando por deshacernos de las relaciones autoritarias en cada instante y lugar de la vida cotidiana, rompiendo la lógica de la obediencia que el poder, toda forma de poder, tratará de imponernos.
Resistiéndole, practicando la desobediencia y dando el ejemplo de cómo deseamos vivir; pues son estas acciones, inclusive “las más pequeñas acciones de protesta en que participamos”, las que se convierten “en las raíces del cambio social”.
Es pues este desafío, radical y permanente al estado de cosas impuestas por el sistema dominante, el que prepara desde hoy el cambio revolucionario de mañana. Un cambio que no se anuncia con fanfarrias ni proclamas, y mucho menos con movilizaciones encuadradas por líderes y lemas. Un proceso que no es una creación ex nihilo sino de metamorfosis de la sociedad, que se hace presente en todas partes y en ninguna, impulsado por gentes con dignidad y coraje que defienden conscientemente sus formas propias de vida. Es la insurrección de las conciencias que afirman su voluntad de existir libremente, sin relaciones de obediencia o de mando, en la igualdad y la autonomía, y sin la cual la revolución no sería más que una
Utopía mesiánica y el revolucionario un acólito rezando incansablemente en las brumas teológicas de la Fe en la magia decisoria del Poder.

Autor: Octavio Alberola

Publicado en: El Libertario, Nº 59, junio-julio 2010, Caracas.